LA PRINCESA ENCANTADA
Había una vez una bella princesa en un país de fábula en el
que mucha gente vivía holgazaneando y viviendo del trabajo de los demás. Había
una tierra al sur del país donde la mayoría de la gente vivía de esta forma y
además por ello percibían un salario. Entre ellos se hallaba también gente
maliciosa que sentía envidia de los que poseían la riqueza e intentaban de
todas las formas posibles hacerles
desprenderse de ella. Habían creado una asociación de ladrones siguiendo las
historias de Alí Babá y su banda, con la
diferencia de que estos no vivían en una cueva sino en suntuosos palacios.
Esta forma de vida, de tan extendida considerada normal, fue
contagiándose a otras provincias de ese reino y todo el mundo aprendió a evitar
a los recaudadores de los impuestos, a hacer trabajos a escondidas sin tributar
al reino y a vivir de las generosas limosnas que los gobernantes concedían para
mantener callada a la plebe. Los mismos gobernantes encargados de distribuir
las limosnas se quedaban una parte de ellas para mantener su placentera y lujosa
vida. Abundaban los banquetes, los viajes, los caprichos, todo ello saliendo de
las arcas del reino que cada día quedaba más maltrecho.
Se enamoró la bella princesa de un garboso plebeyo, alto,
bien parecido, de complexión atlética, que recorría el reino practicando un
ejercicio deportivo muy apreciado por una minoría de los habitantes del mismo.
Consintió el Rey que la princesa casara con el plebeyo y lo aceptó en su casa.
Mala suerte la de este Rey que no pudo desposar a sus herederos, un príncipe y
dos princesas, con personas del mismo rango real, sumando a ello la desgracia
de la pobreza de los consortes que no les permitió otra forma de vivir que la
de depender de las contadas finanzas de ese pobre Rey.
Acostumbrados los dos yernos reales a la nueva vida de lujo
y grandeza, cuentan que el primero era tan depravado que la princesa tuvo que
alejarlo de palacio y deshacer su matrimonio. El segundo comprendió que su
situación de privilegio le permitiría intentar vivir aún mejor y hacer fortuna
y junto a un antiguo preceptor y consejero suyo emprendió una carrera en el mundo de trueque, cambiando
humo por dinero a aquellos gobernantes temerosos del Rey que amasaban fortunas
a sus espaldas. Nunca pensó el consorte que sus desvaríos fueran a conocerse por
razón de su estado y el prestigio del reino y fue aumentando sus riquezas de
forma que, para no levantar sospecha, fue sacando poco a poco a otros reinos
donde no existían los tributos.
Pero hete aquí que un
malvado esbirro del Rey, que administraba justicia en su nombre, pensó según
dice la gente que no debía consentir la ofensa que al Rey y a la princesa
profería el consorte de ésta con su
conducta, así que sin cortedad ni pereza buscó en todos los rincones los
orígenes de esa vida tan licenciosa y descubrió, ay lo que descubrió, que la
princesa estaba encantada. (Continuará)
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