Cuando el teléfono deja de sonar
Ocurre
con demasiada frecuencia que no es fácil asumir ese momento en el que has
dejado el trabajo o el cargo. El paso de la actividad a la pasividad, del ser
profesionalmente alguien a no ser nadie, de dejar de estar en la cima y
descender a nivel del suelo, no es fácil, nada fácil. Hace falta un gran
dominio de sí mismo y mucha claridad de ideas para asumir que ayer se estaba y
hoy ya no se está. Los cuatro casos que expongo a continuación son reales y sus
desenlaces interesantes:
Pepe
era un ejecutivo de empresa; viajaba, negociaba grandes operaciones y sobre
todo vivía para el teléfono, su secretaria le filtraba las llamadas tanto
interiores como de la calle y solo le pasaba las convenientes; por el móvil
tenía a su jefe soplándole en la oreja continuamente y hasta mientras tecleabas
en su portátil seguía hablando; en el coche el manos libres echaba humo, en
fin, era un hombre pegado a un teléfono.- Era servil, obsequiaba a sus jefes
venidos de fuera con la compañía de señoritas de casa bien, amigas suyas y
presumía de ser imprescindible; era un hombre que se sentía importante, feliz.
Juan
era un hombre hiperactivo, tenía un buen y variado currículum profesional. A lo
largo de su vida laboral había estado arriba, abajo, en el medio, sin que por
ello se sintiera ni ensalzado ni humillado. Era un hombre práctico que creía en
sí mismo y se sentía satisfecho, aunque no exento de un alto nivel de
autocrítica. Cumplía honestamente con sus obligaciones sin comprometerse
excesivamente con nada ni con nadie. Nunca volvía a los lugares donde había
trabajado pero conservaba las amistades. Compartía su trabajo con otras
actividades donde su aportación era altamente valorada aunque no dejaba de ser
una persona que generaba sentimientos encontrados. Consideraba todo pasajero,
cuando tenía que dejar algo lo dejaba sin más. Le repugnaban las personas que
pasan por la vida solo para nacer, crecer, reproducirse y morir, sin nada más
que les distinga y les haga diferentes.
Paco
era un político de provincias; después de muchos años de “chico para todo”
había conseguido un cargo que le permitía compartir coche oficial y chófer. Por
su móvil sonaba constantemente la pregunta ¿qué hay de lo mío?, unas veces lo
preguntaba él y otras veces lo contestaba. Era un hombre feliz que presumía
constantemente de su carrera política y soñaba con llegar a ser lo que fuera.
El chófer disfrutaba grabando en su mente tantos y tantos secretos de despacho
y de alcoba oídos en sus viajes, con la esperanza de escribir un día sus
memorias o contarlo en “sálvame”
Pedro
era empleado de nivel medio de una Caja de Ahorros en una pequeña ciudad. En su
departamento se pasaba frío en invierno y se achicharraban en verano aparte de
trabajar a media luz, todo ello por ahorrar para la entidad y presumir ante sus
superiores. Cuando su jefe de la planta cuarta le llamaba, subía desde la primera
sin coger el ascensor e incluso llegaba antes que éste. Sus superiores le daban
palmaditas en la espalda y él asediaba a sus inferiores poniéndose como modelo
de profesional. Se sentía fundador de la Caja y copropietario de la misma. La
entidad era cosa suya y de pocos más.
Hay quien se deprime Foto "elimparcial.es" |
Estos
cuatro hombres eran completamente diferentes pero tenían una cosa en común, que
un día los cuatro se encontraron con que sus responsabilidades laborales y
sociales habían terminado y ante ellos se abría un mundo de incertidumbre. Eran
hombres todavía jóvenes que apenas habían pensado en que esto pudiera llegarles
y cada uno lo asumió de diferente manera.
La
empresa de Pepe trasladó su producción a otra planta de un país asiático. Pepe
lo sabía y pensaba que él era parte del traslado. Una mañana recibió una
llamada de su jefe para decirle que la empresa había decidido que él no sería
trasladado y le ofreció una decente prejubilación. El día que recogió las cosas
personales de su despacho y dejó el móvil a su ex secretaria lloraba desconsoladamente.
Iba por la calle sin saber dónde; de su mundo laboral no quedaba nada y muchos
de sus antiguos compañeros o colaboradores pasaban de largo para evitar el
saludo. Pasaba el día entre recorrer caminos solitarios y cuidar las flores de
su jardín. Miraba su móvil continuamente como esperando algo. Casi nunca
sonaba.
Juan
sabía que en su empresa pronto le iban a decir algo; algo de marcharse, claro.
El día que se lo propusieron no tardó dos minutos en decir que sí. La otra
alternativa era el traslado a una gran urbe. El mismo día que se fue de la
empresa retomó una actividad que había dejado años antes por imposibilidad de
atenderla. Buscó nuevas cosas, conoció nuevas gentes, hizo nuevas amistades. Un
día se cansó de una sociedad cultural que él mismo había contribuido a crear y
de la que era el socio número uno, se le habían quedado viejos los socios y se
marchó. En otra sociedad cultural que presidía hizo lo mismo, se cansó y dejó
de hacerlo. Juan era un espíritu libre.
Hay quién no puede ocultar su alegría |
El
partido de Paco perdió las elecciones y Paco se quedó sin cargo, sin coche
oficial, sin chófer y sin teléfono móvil. Durante la campaña le habían
prometido que él seguiría ocupando cargos de responsabilidad y se volcó en
ella. Hizo lo mismo que hicieron con él, prometió cargos a otros a cambio de
implicación en la campaña electoral. Vuelto a la cruda realidad, deambuló de
despacho en despacho preguntando ¿qué hay de lo mío?, recurrió a todas las
instancias del partido siempre con la misma pregunta ¿y de lo mío qué?; jamás
obtuvo contestación y pasado poco tiempo dejó hasta de ser recibido. Paco
enloqueció. Pasaba los días recorriendo las calles de su pequeña ciudad y cada
vez que veía a alguien trajeado se acercaba a él y al oído le preguntaba ¿qué
hay de lo mío?
Pedro
salió de su Caja por la puerta grande. Le vendieron la prejubilación como el
mejor reconocimiento de tantos años de sacrificio por la entidad, le
condecoraron y le obsequiaron con una comida de despedida junto a otros
compañeros. Pedro estaba que se salía. Pronunció un discurso donde vino a decir
que los hombres como él nunca se marchan porque la entidad siempre los
necesita. Pasados dos meses y hecha cotidiana la costumbre de acudir a su
antiguo centro de trabajo a llamar por teléfono y dar lecciones a los ex compañeros,
notó como poco a poco le iban retirando la confianza, primero con suavidad,
luego con cierta delicadeza y al final con la frialdad de un nuevo trepa
convertido en jefe, que vino a decirle que a casita. Fue tal el golpe bajo que
recibió que jamás se repuso. Se adueñó de él una depresión que le mantuvo
encerrado en casa ajeno al mundo que le rodeaba. ¡Hacerme esto a mí, se decía!.
Eran
cuatro personas que pasaron por la vida haciéndose notar, por méritos
contraídos o por pura ostentación. Llegado el difícil momento de tener que
desprenderse de cargos, responsabilidades, honores y vanidades, cada uno
reaccionó de forma distinta.
Cuando
llega la hora y te cruzas en la calle con quienes tiempo atrás te obsequiaban
con halagos y pamplinas y ahora vuelven la cabeza o pasan sin mirarte. Cuando
aquella entidad que creías tuya te va cerrando las puertas hasta que te
encuentras con que ya de los tuyos no queda nadie y los que hay no te conocen.
Cuando aquellos que te prometieron el oro y el moro pronto lo olvidaron y te
hicieron sentirte traicionado. Cuando corres a saludar a aquel político, colega
tuyo, que todavía conserva el poder y te deja helado por su saludo frío y
breve. Cuando algunos de tus antiguos compañeros forman una peña de “ex” y no
cuentan contigo. Cuando aquellos que fueron tus subordinados agachan la cabeza
o se cambian de acera cuando se cruzan contigo. Cuando aquel móvil del que
conseguirte quedarte con su número para tu uso privado ya no recibe llamadas ni
mensajes, salvo de algún despistado que se confunde o alguien a quién se paró
el reloj mucho tiempo atrás. Cuando todo esto ocurre te sientes hundido,
desolado, inútil, desahuciado, te ves como ese florero que en todos los sitios
estorba. Cuando esto llega piensas que ya no eres nadie y tiendes a
descuidarte, física e intelectualmente; caes en la inactividad, en la apatía,
cada día que pasa te encierras más en ti mismo, te sientes solo a pesar de
tener gente a tu alrededor.
Hay quién le tiene pánico a esto |
Pero
¡ojo!, no esperes milagros. No saldrás de ese estado de letargo a no ser que te
apliques una medicina que suele dar muy buenos resultados. Si antes creías en
ti y estabas orgulloso de ti, sigue estándolo; haz cosas nuevas, pon en marcha
tu creatividad; haz aquello que siempre quisiste y nunca pudiste; olvídate de
aquella oficina donde dejaste girones de tu vida; conserva los amigos que
tenías pero busca nuevas amistades que vean la vida de otra forma y te
enriquezcan; no caigas en la rutina de cada cosa a su hora, haz lo que quieras
en el momento que te apetezca; redescubre aficiones que tenías abandonadas;
retoma la novela que dejaste a medias e invierte tiempo en la lectura y el
ejercicio físico; viaja, conoce otros mundos y otras gentes; huye de los clubs
de jubilados, en la mayoría de ellos solo encontrarás miseria intelectual; no
dejes que te utilicen como recadero o cuidador de los nietos pero tampoco dejes
de disfrutar de ellos; ejercita a diario tu mente, lee y compara la
información, infórmate, crea tu propia opinión; asume que has entrado en una
nueva vida, donde te tomas una cerveza con quien te apetece, no tienes
servidumbres con nada ni con nadie, eres una persona libre, dueño de ti y de tu
tiempo; no te crees más obligaciones que aquellas con las que disfrutes y
cuando una actividad deje de entretenerte o divertirte, déjala.
En fin,
tú verás querido lector. A mí la práctica de lo que te cuento me sienta muy
bien, aunque a veces sienta “el mono” por algo. Nunca te dejes llevar por
quienes piensan que “cuando el teléfono deja de sonar, ya no eres nadie” porque
es justamente lo contrario: “comienzas a ser tú mismo cuando el teléfono deja
de sonar”.
Opinión El Pueblo de Albacete, domingo 6 de Octubre de 2013
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