GRACIAS, ADOLFO SUÁREZ
Reconozco que aquella época fue
para mí de mucha confusión. Me había educado en las más puras esencias del
régimen. Primero en Madrid, donde hice los dos primeros años de Magisterio
compaginé los estudios con otros en el Instituto de Estudios Sindicales, de la
Delegación Nacional de Sindicatos en el Paseo del Prado. Posteriormente en Cuenca,
interno en el Colegio Menor de Juventudes “Alonso de Ojeda”, en donde a los futuros
maestros se nos preparaba para asumir responsabilidades sociales y políticas en
los pueblos, más allá de la labor puramente docente. Así, mientras los demás
marchaban tras las muchachas por Carretería, nosotros asistíamos a conferencias
del Jefe Nacional del tal o de cual, del Gobernador o del Obispo y hasta una vez de
un Ministro en visita oficial a la ciudad.
Mi carrera profesional comenzó en
Landete, un pequeño pueblo de Cuenca en
cuyo internado ejercí como educador y como profesor de FEN y EF en el
Instituto, ambos controlados por el que entonces era Subjefe Provincial del
Movimiento. Allí conocí a un profesor de francés que luego fuera destacado
miembro del PSOE y a un profesor de historia, más rojo que las amapolas que me
hizo aprender por repetitivas las palabras de despedida del Che Guevara en Cuba:
“Otros pueblos del mundo reclaman el concurso de mis modestos servicios…”.
La experiencia posterior como
maestro en la isla de Mallorca fue un choque frontal contra una realidad social que yo ignoraba. Maestro
en Deiá, en medio de una sociedad donde la colonia de residentes extranjeros
superaba a los autóctonos, empecé a ver cosas que yo no imaginaba y de la mano
del gran escenógrafo del Music Hall Center de New York, Esteban Francés y del
escritor inglés Robert Graves tuve la gran ocasión de acercarme a otro mundo en
el que existían otras formas de vivir y ver las cosas, donde la libertad de pensar y opinar no tenía
limitaciones ni cortapisas; era el choque de un muchacho de pueblo con una sociedad de ciudadanos del mundo en pleno auge del movimiento
hippie.
Un paseo militar de quince meses,
con asesinato de Carrero Blanco por
medio, me devolvió a la realidad, esa realidad que buena o mala es la que has
vivido y a la que te has acostumbrado y
cuyos sinsabores suples con el vigor de tus veinte y pocos años.
La muerte de Franco me cogió con
la oposición aprobada y recién casado. Ni que decir tiene que mis inquietudes
en ese momento no eran de tipo político pero, con el nombramiento de Adolfo Suárez
como Presidente del Gobierno y la posterior creación de la UCD, comencé a ver
correr de un lado para otro a aquellos que tuve como compañeros y jefes del
régimen buscando cobijo a la sombra del nuevo poder, sin más ideología que la
de seguir subido al carro de los enchufes y las prebendas; algunos hubo incluso
que se levantaron de color azul, comieron de color naranja y a la noche eran de
color rojo. Ocurrieron tantas cosas en tan poco tiempo que no era fácil asimilar para un joven como yo formado en el
régimen, el que los que ayer eran tachados de diabólicos hoy compartieran mesa
con quienes días antes eran sus carceleros.
Yo no comprendí en aquellos momentos a Adolfo
Suárez y seguramente no fue por él y lo que hizo sino por la imagen traidora que
ofrecían aquellos que meses antes lloraban ante el féretro del jefe y ahora
renegaban de él como “San Pedros” y no tres veces sino de continuo, y la de
tantos oportunistas de las mil y una siglas que fueron acomodándose a la nueva
situación que se adivinada políticamente próspera. Yo sabía o al menos intuía que a la tortilla
se le iba a dar la vuelta porque el Rey no se justificaba solo por la herencia
recibida y la destitución de Carlos Arias vino a confirmármelo, pero nunca creí
que los pasos se dieran con tanta rapidez y provisionalidad. Quizás por eso, de
aquellos barros vienen estos lodos que hoy nos hunden, porque ahora, pasado el
tiempo y analizadas las cosas con la frialdad que él permite, estoy convencido
de que hizo falta mucho valor, mucha lucidez y mucho tesón para hacer en cuatro
días lo que se preveía tardara años, sin apenas costo en vidas y dejando a
todos satisfechos dentro de la insatisfacción, pero las prisas y los intereses
dejaron muchas vías de escape cuyas consecuencias ahora estamos padeciendo.
La muerte de Adolfo Suárez me
está sirviendo para rebobinar la cinta y recordar, y conforme la voy pasando
tengo la sensación de que hace miles de años que ocurrió aquello. Si alguno de mis
hijos me dijera: Papá, “Cuéntame”,
seguro que comenzaría diciéndole: “Hubo una vez …”. Nada de aquello se ve reflejado en la vida de hoy;
hasta el deterioro físico del Rey nos transporta a tiempos muy lejanos. Ahora
veo todo de otra manera y comprendo lo
que entonces no llegué a ver. El Presidente Suárez permanecerá presente, como un héroe de película, en la
memoria de la sociedad actual hasta que se extinga el último contemporáneo.
Luego pasará a las páginas de la
historia para convertirse en uno más de tantos como allí se inmortalizan.
La España de hoy es fruto de la
que el Rey y Suárez sembraron pero los males que hoy nos aquejan no son
achacables a ellos sino más bien a aquellos que por las prisas, el miedo y los
intereses forjaron un Estado ingobernable, fragmentado e insolidario, cimentado
en un texto constitucional que solo el egoísmo político de no ceder un ápice lo
mantiene en pie. No escapamos de esta culpa los que desterramos la pedagogía a los
rincones de las aulas y no fuimos capaces de trasmitir a las nuevas
generaciones los sacrificios que costó llegar aquí y los valores que ello
comporta. Menos aún escapa la clase política egoísta y olvidadiza, más preocupada
por su estado y su bolsillo que por el
bolsillo y el estado del Estado.
Voy a terminar dando las gracias
a Adolfo Suárez por todo lo que él significa en nuestro bienestar presente, al
tiempo que lamento profundamente que su sacrificio vaya camino de convertirse
en estéril.
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