jueves, 19 de marzo de 2009

HISTORIAS DE LOS TORCADES.LA LEYENDA DE LA “PEÑA DEL HUEVO”


Sisante "Las Torcas, Peña del Huevo"
              
            HISTORIAS DE LOS TORCADES

2.- LA LEYENDA DE LA “PEÑA DEL HUEVO”

En el principio del tercer milenio antes de Cristo, los Torcades habían establecido sus poblados entre las Torcas y la cantera de silex (pedernal). Allí los manantiales de agua eran abundantes, asegurando el consumo para personas y animales. De la cantera extrajeron el pedernal que habría de servir durante siglos para confeccionar sus armas y herramientas.
Habían conseguido formar los primeros rebaños de caprino, lo que siglos más adelante se conocería como la “Capra Hispánica Dulense”, alimentándose de su carne y su leche y utilizando sus pieles para cubrirse y calzarse. Atrás quedaban los tiempos en que se limitaban a darles caza asegurando el sustento en los largos inviernos de nieves perpetuas, cubriéndolas de sal y secándolas al sol; lo que ahora se conoce por “salón”, manjar en peligro de extinción.
Ya disponían de algunos terrenos roturados, dedicados al cultivo de cereales y legumbres, entre las Torcas y la actual carretera, desde donde se extendía hacia el Sur y por el Este hasta el río un inmenso bosque de pinos, encinas, sabinas y enebros, poblado de ciervos y jabalíes. Para los Torcades eran los terrenos sagrados de caza.
Comerciaban con los Olcades y Carpetanos, instalados más al Norte, y con los Oretanos y Túrdulos más al Sur, de los que obtenían el cobre y estaño necesarios para elaborar en bronce diferentes utensilios y herramientas así como puntas de flecha y las famosas falcatas.
Los Torcades eran un pueblo pacífico y laborioso, bien organizado y muy disciplinado; humilde y valiente, pero extremadamente guerrero y cruel cuando sus enemigos amenazaban sus poblados o sus terrenos de caza.
Adoraban al sol y a la luna entre otras deidades y enterraban a sus muertos en el fondo de las Torcas bajo grandes moles de piedra, colocadas al azar por la naturaleza y otras con su propio esfuerzo.
De aquí arranca la leyenda de la “Peña del Huevo”, gigantesco menhir que custodia los restos del caudillo Torcade, Lerdicio, llamado así porque tardó en hablar cuatro años y su abuelo paterno siempre decía: “El lerdo éste ...”. Cuenta la leyenda que Lerdicio destacaba ya en su juventud por su curiosidad e interés en conocer todas las cosas y misterios de su mundo. En cierta ocasión descuartizó a un primo suyo, que había sido muerto por un jabalí, para conocer como eran los hombres por dentro.
Gran observador del sol, la luna y las estrellas, llegó a la conclusión de que cuando el dios sol se retiraba cada día a descansar, la diosa luna y sus hijas las estrellas se peleaban por alumbrar la oscuridad del firmamento. Despertaba la luna perezosamente, apagando el brillo de las estrellas hasta anularlo y agotada de dar luz al mundo, desaparecía poco a poco hasta esconderse y dedicar unos días al descanso, ocasión que aprovechaban las estrellas para querer lucirse todas y corretear por el universo.
El ansia de aprender de Lerdicio no parecía bien a los ojos de su padre, el caudillo Jabalón, que así llamaban por haber matado en un día siete jabalíes y haberse comido uno, él solo y de una sentada. Éste reprochaba constantemente a su hijo su forma de perder el tiempo.
Una vez Lerdicio pidió al consejo de ancianos que atendieran la explicación de sus descubrimientos sobre los astros. Después de una larga disertación por la que los ancianos se miraban gratamente sorprendidos, su padre Jabalón dio al traste con el discurso pronunciando estas palabras: “Si, muy bien, pero hoy no has ordeñado las cabras”.
Sentía una gran curiosidad por conocer a fondo a su pueblo, consciente de que algún día habría de sustituir a su padre. Por ello, cada mañana acudía a alguna de las chozas del poblado cuyo dueño ya había salido a cazar o conducir el ganado y descubría los secretos que la mujer de éste escondía bajo el manto. Era tal su fama de estudioso que las mujeres del poblado establecían turnos para enseñarle.
Lerdicio asumió muy joven el caudillaje del pueblo Torcade por la temprana muerte de su padre, que murió atragantado al intentar comerse una perdiz de un bocado.
Su vida no cambió mucho por ello, Su padre había mantenido buenas relaciones con las tribus vecinas y establecido acuerdos que aseguraban los terrenos de caza y de pastos. Fruto de esos pactos fueron los diecisiete matrimonios que Lerdicio contrajo a lo largo de su vida. Cada año, al llegar el solsticio de invierno se desposaba con una hija de uno de los diecisiete jefes tribales, así, hasta convertirse en yerno de todos. Aún así, jamás perdió la costumbre de visitar cada mañana una choza del poblado como hiciera de soltero.
Heredó gran riqueza de su padre y acrecentó su patrimonio con las dotes de las diecisiete esposas, hasta convertirse ,aún muy joven, en el caudillo más poderoso de las tierras entre el río Rus y el Júcar, llegando su influencia por el Sur hasta las sierras de El Bonillo y Alcaráz. Ello le permitió seguir dedicando su vida al estudio. No madrugaba. Ya estaba bien salido el sol cuando Lerdicio se levantaba. Comía algo ligero y cumplía con su visita diaria a la choza que tocase. Almorzaba después y salía de caza. Por la tarde sesteaba con una o dos de sus esposas y después atendía los asuntos privados u públicos. Se acostaba tarde, después de haber cumplido con una o dos de sus esposas y haber observado largo tiempo las supuestas disputas de los astros.
Hubo un hecho que le marcó para siempre y que dio lugar a la leyenda que os relato. Cuando murió su padre, Jabalón, fue enterrado en un dolmen en la Torca grande. El cortejo fúnebre lo abría el consejo de ancianos, seguidos de los criados del difunto que portaban vasijas con perfumes y ungüentos y también diversos utensilios, joyas y armas, que acompañarían a Jabalón en la otra vida. A continuación iba el caudillo, tendido en unas parihuelas a hombros de cuatro guerreros, al que seguían las esposas y los hijos.
Al iniciar la bajada a la torca grande, dos jabalíes asustados arremetieron en su huída contra los guerreros que portaban a Jabalón, cayendo éstos junto con el muerto sobre los criados y los ancianos, de forma que todos rodaron cuesta abajo con gran estrépito, desparramando por el suelo el contenido de las vasijas que se hicieron añicos. Al final, el incidente se saldó con tres ancianos, dos criados y un guerrero muertos, que ya de paso, compartieron con Jabalón la última morada.
Lerdicio quedo tan impresionado de ver tanto descalabro que jamás volvió a bajar a las Torcas y dispuso ser enterrado en un lugar entre ambas pero fuera de ellas.
Una vez elegido el sitio, en una hoz poco profunda, encargó al arquitecto Argamasón, al que llamaban “Piedra Lisa” por lo fino que era trabajando la piedra, que construyera una tumba excavada en la roca y hacia abajo con varias dependencias en el interior. La entrada, de forma circular, sería sellada con un impresionante menhir que sería extraído y tallado allí mismo.
Puesto manos a la obra, “Piedra Lisa” excavó en la roca un foso de dos metros de diámetro en la parte superior que ensanchaba hacia abajo hasta conseguir siete metros de profundidad por otros siete de ancho. En las paredes había hornacinas para depositar las vasijas con lo que el futuro difunto dispusiera.
Junto a la boca de entrada, en la ladera, se fue dando forma a un gigantesco menhir de unos diez metros de alto y siendo el doble de ancho en la parte superior que en la inferior. Una vez terminado se deslizaría por la pendiente donde, una vez puesto en pie utilizando palancas y sogas tiradas por animales, encajaría a la perfección en la boca circular, de forma que nada ni nadie pudieran turbar la paz de Lerdicio.
Concluida la obra, con el pie del menhir en la misma boca de la tumba, una idea asaltaba a Lerdicio día a día hasta hacerle perder el sueño. En su ánimo por conocer todas las cosas de este mundo, quería saber también como sería su existencia una vez enterrado en ella; si serían suficientes los útiles, joyas, aderezos, ropajes, ungüentos, perfumes y alimentos. Quería conocer también todos los pormenores de sus pompas fúnebres, de forma que dispuso que fuera enterrado durante diez días, al cabo de los cuales decidiría que cosas eran necesarias y en qué cuantía para el viaje definitivo.
Organizó una ceremonia fúnebre con toda pompa que él mismo supervisó al detalle. El cortejo lo componían en primer lugar el consejo de ancianos ,seguidos de los sirvientes que transportaban innumerables vasijas de barro repletas de cuanto Lerdicio consideró necesario. A continuación cuatro guerreros transportaban unas parihuelas sobre las que iba sentado el caudillo, que miraba a todos lados para no perderse detalle. Le seguían sus esposas a las que había pedido que llorasen como si de un entierro de verdad se tratara y que, sin derramar una lágrima, fue tal el griterío que organizaron que él mismo las iba consolando durante el trayecto.
Llegados a la tumba, se colocó de pie sobre una plataforma de madera sujeta por las esquinas con sendas cuerdas que sujetaban con firmeza cuatro guerreros. Fueron bajando despacio, con solemnidad. El caudillo Lerdicio decía adiós a su pueblo agitando las manos mientras el pueblo gritaba y gritaba de forma que hasta los pájaros huían despavoridos como si fuera una tormenta.
Una vez llegado al fondo , el arquitecto Argamasón puso en marcha el mecanismo que arrastraría el menhir hasta empotrarlo en la boca de la tumba. Una docena de bueyes tiraba de las sogas mientras los hombres de los poblados Torcades aseguraban con unas palancas cada punto de inclinación del menhir. Lentamente fue deslizándose por la ladera y al llegar a la embocadura fue elevándose palmo a palmo hasta conseguir la verticalidad, momento en el cual quedó totalmente encajado habiendo penetrado unos tres metros en la tumba. El proceso duró unas diez horas y concluyó con una clamorosa exclamación de júbilo.
Durante los diez días siguientes, el arquitecto Argamasón fue instalando los artilugios necesarios para levantar el menhir y posarlo de nuevo en la ladera hasta su definitiva utilización.
Llegado el décimo día, los poblados se concentraron en torno a la tumba. Los bueyes se situaron ladera arriba para hacer ascender el menhir y los hombre en la base del mismo para ir apuntalando cada desplazamiento. Pasado medio día desde el primer intento el menhir no se había elevado ni un milímetro. Cundió la alarma y a “Piedra Lisa” un sudor se le iba y otro le venía. Trajeron más bueyes y algunos caballos pero todo fue en vano.
Durante la noche, el hijo mayor de Lerdicio, Esclerotex, envió emisarios a las tribus vecinas en demanda de ayuda. Al día siguiente una numerosa concentración de hombres y bestias hacían pensar en un final feliz para el experimento del estudioso Lerdicio, pero no fue posible. El menhir seguía donde estaba.
Al cuarto día Esclerotex hizo sacrificar al arquitecto Argamasón en honor a los dioses a los que imploraba ayuda. Tampoco dio resultado el sacrificio por lo que, al cabo de tres meses de seguir intentándolo, el consejo de ancianos dio por muerto al caudillo Lerdicio y nombró a su hijo Esclerotex nuevo jefe de los pueblos Torcades.
Durante siglos, el misterio que rodea a la “Peña del Huevo”, nombre por el que se conoce al famoso menhir, ha ido transmitiéndose de boca en boca hasta nuestros días. Muchos han sido los intentos por descubrir la tumba y en todos los casos el fracaso ha acompañado a los buscadores de tesoros; del supuesto tesoro que quedó enterrado con Lerdicio, un caudillo Torcade que quiso saber en vida cómo iba a estar después de muerto, y la verdad, se pasó.


                                                                                                    Paco del Hoyo

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