SE LLAMABA
LAURA, TENÍA DOCE AÑOS
Sí, se llamaba Laura y tan solo contaba con doce años. Vivía
en El Quiñón, un barrio de San Martín de la Vega castigado por la droga. Aunque
aparentaba ser mayor, según cuentan medía en torno a un metro setenta y era
corpulenta, Laura tenía doce años y aunque físicamente muy desarrollada, Laura
era una niña.
Tan niña como esos miles de criaturas que cada vez reducen
más la edad para consumir alcohol y drogas y campan a sus anchas en botellones
legalmente prohibidos y en la práctica ignorados cuando no consentidos por las
autoridades.
El consumo de alcohol entre los jóvenes no es cosa que
hayamos descubierto ahora; siempre existió, por muchas razones, por querer
aparentar ser mayores, por vencer la timidez ante la chica elegida, por ser el
más macho de la cuadrilla, etc. etc. y conocido es de todos el mal vino que hacían algunos de nuestros
amigos, cuyas borracheras acababan siempre en peleas. Esto siempre fue así pero
de forma muy diferente a lo que ocurre ahora. Del vino, cuerva, cerveza y paloma se pasó a los cubatas y del porro casual se
pasó a fumar hasta los pétalos de las amapolas o las hojas de parra. De ser
algo exclusivamente masculino pasó a generalizarse entre toda la juventud y la
edad de iniciación fue descendiendo hasta los últimos años de la niñez.
Lo que pasa ahora es que los jovencitos que se inician en el
alcohol y la droga son ya hijos de lo que les precedieron en estas lides y a
más de un quinceañero conozco cuyos padres se ponen morados de cubatas y porros
los fines de semana. Quizás sea ésta una de las razones de la exagerada
permisividad de que disfrutan los chavales de ahora. En mi época de juventud –
y de eso hace ya muchos años-, con el alborozo de la recuperación de las
libertades, constreñidas por el viejo régimen y el nacional catolicismo, fueron
muchos los padres que dieron rienda suelta a sus hijos con el argumento de que “disfruten
ellos lo que no hemos podido disfrutar nosotros”. Esa fue la época de santificar la libertad individual y
colocarla por encima de cualquier norma o reglamento. Ese fue uno de tantos errores
cometidos durante la transición y de aquellos barros vienen estos lodos.
Me comenta uno de mis hijos, que ahora tiene veinticinco años,
que los niños apenas viven la niñez dentro de las pautas que aconsejan los
pedagogos; se pasan las horas jugando con el móvil o la nintendo, sin cambiar
palabra con nadie, sin apenas amigos con los que jugar y en caso de tenerlos se
concentran cada uno en su máquina. Crecen en soledad, individualistas, egoístas, apenas comparten
nada con nadie, se sitúan en el centro de su mundo donde se sienten cómodos y
allí viven, ajenos a todo cuanto les rodea.
En la antigua EGB donde la educación primaria establecía ocho
cursos entre seis y catorce años, se diluían las diferencias de edad en el
sistema y la niñez se prolongaba algo más porque la barrera estaba en el
bachillerato. Con la LOGSE la educación primaria abarca seis años, de seis a
doce y la ESO entre doce y dieciséis divididos en dos periodos, para continuar
después ya voluntariamente con bachillerato o formación profesional. ¿Qué
ocurre con este nuevo plan de enseñanza? Pues que el corte entre ser niño y ser
mayor lo establece el paso a la ESO, es decir a los doce años. Lo que antes
ocurría a los catorce ahora se adelanta dos años y los críos están convencidos
de que al dejar la primaria ya son otra cosa superior y como tal tratan de
vivirlo.
Hace ya muchos años que dejé la enseñanza y cuando veo lo que
hay y comparo llego a la conclusión de que ahora en la escuela no se educa,
simplemente se transfieren conocimientos; se enseña pero no se educa; la
especialización de los docentes en primaria conduce a ello, cada cual enseña su
materia pasando de largo en otros contenidos. No se considera al niño como un
ente al que formar, educar en valores y preparar para la vida sino como el
receptor de contenidos que cada docente le aplica. Si a esto se añade que la
actividad laboral de los padres reduce, cuando no anula, el tiempo que estos
dedican a la educación y cuidado de sus
hijos y que el número de hogares desestructurados aumenta vertiginosamente,
estamos creando el caldo de cultivo de los gérmenes que están minando los
cimientos de nuestra sociedad.
Del botellón y sus consecuencias son responsables padres,
educadores y gobernantes. A una niña de doce años deben vigilarla sus padres en
su entorno, sus hábitos, sus amistades y la forma de emplear su tiempo
libre. A esa niña de doce años deben explicar los profesores (ahora no son
maestros) las consecuencias del consumo de alcohol y drogas y los peligros de practicar
sexo sin las garantías y precauciones necesarias. Para esa niña de doce años, las
autoridades debes establecer un control exhaustivo de los puntos de reunión
para el botellón y de los puntos de venta de bebidas alcohólicas a menores y de
las personas ya mayores de edad que les facilitan la compra. El fatal desenlace
de esta niña de San Martín de la Vega es algo que nos debe hacer reflexionar
porque es responsabilidad de todos. Es el modelo de sociedad que nosotros
estamos creando la que permite que todo esto ocurra y sería deseable que por
una vez las fuerzas políticas se entiendan a la hora de establecer un sistema
educativo que haga olvidar estos cuarenta años de fracasos.
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