EL TONTO CON GORRA DE PLATO
En el antiguo régimen a un tonto le ponías una gorra de plato
y se sentía general. La gorra de plato significaba autoridad y en la milicia
solo la llevaban los que mandaban sobre otros y según fuera el adorno en la
visera así era y es la categoría del
mando; la tropa como no tenía a nadie a quién dar ordenes no necesitaba gorra
de plato y así siguen, con boina o gorro cuartelero.
Recuerdo que en mi niñez las gorras de plato pululaban dignamente por mi
pueblo; la llevaba el alguacil del Ayuntamiento, el inspector de abastos, el
pregonero, el sepulturero, el vigilante de los peones camineros, el sereno y
eso, unido a que los curas cubrían su negrura con bonete o sombrero de teja, lo
cierto es que salías a la calle y andabas de susto en susto cada ver que te
cruzabas con estos curiosos personajes que además te asesinaban con la mirada,
siquiera porque la escasez de autoridad entre los adultos había que sustituirla
por el temor de los infantes.
Hoy la gorra de plato
ha caído en desuso y con ella la estampa rural de los servidores de la autoridad.
Parte de la culpa la tiene la izquierda política que cada vez que ve una de
ellas les da repelús, sobre todo las de color gris asociada a la porra “cardenalicia”,
que no era otra que la policial que te
dejaba el cuerpo lleno de cardenales. Ya apenas se ve una gorra de plato, si
acaso la de los “gorrillas” de los aparcamientos. Pero si es verdad que la gorra de plato ha
desaparecido físicamente fuera de la milicia o la policía, no es menos cierto
que sobrevive el concepto que se tenía de la misma, ahora aplicado a políticos
de tercera y funcionarios de cuarta.
Dentro de la especia política existe una subespecie, que en
términos de mi pueblo pintan menos que Chafachorras en Madrid y que por toda autoridad dispone de una
mesa, un teléfono y una gorra de plato
imaginaria que ellos mismos se encargan de hacer visible en forma de foto junto
a un líder o placa reconociendo su mérito al peloteo. Cuando te sientas delante
de su mesa notas que un aire de superioridad invade el cubil o despacho, oyes
como fingen la voz y observas como
llaman dos o tres veces al ordenanza para pedirle una gilipollez o recriminarle
por otra; intentan impresionarte con una llamada al conserje fingiendo que es
el director general o algo así y le trasmite su interés por tu visita y tu
caso; tú, ignorante de todo quedas y te marchas satisfecho y a él le ha salvado
una vez más su gorra de plato.
No es solo en la especie política donde la gorra de plato,
hoy virtual, cumple con su función. En la Administración pública también se da
con frecuencia, sobre todo en aquellos que vieron pasar de largo la oposición y
fueron elevados al puesto por concurso de méritos “ad hoc” o nombramiento dactilar. Estos suelen colocar como gorra de plato una
foto con un líder “sustituible” o la foto con la familia, que da prestancia,
respeto y buena imagen. Este funcionario de medio pelo te tantea, te examina y
te califica y según seas una cosa u otra te quita del medio enviándote a una
instancia superior o agarra leyes y reglamentos y los retuerce de forma que te
hagan sentirte ridículo e impotente; él pone la norma o si la hay la acomoda a
su interés y al final te obliga a pasar por donde quiere, siempre echando
balones fuera en los que políticos y legisladores son siempre los culpables.
Por desgracia llevo unos días en los que me veo obligado a
tratar con unos y con otros y de verdad que es desesperante; problemas muchos,
soluciones pocas, miradas por encima del hombro todas. Han pasado ya muchos años desde aquellos
recuerdos de niñez pero he observado que siento lo mismo que entonces cuando me
enfrento con la impostura de quienes no son nadie o muy poco y pretenden
amedrentarte con esa imaginaria gorra de plato bajo la que se sienten fuertes y
protegidos. En la política y la administración no hay gorro cuartelero, los
últimos de la fila, los incompetentes y los tontos adornan sus cabezas con
gorras de plato, que no se ven pero te las hacen imaginar.
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