DEVOCIÓN Y ESPECTÁCULO
La Semana Santa española se ha convertido en una mezcla de
sentimiento y fiesta, devoción, espectáculo y negocio, que haría muy difícil
cumplir a Rita Maestre aquella amenaza de “arderéis como en el treinta y seis”.
No precisamente porque los creyentes fueran contra ella, que ya están
acostumbrados a poner la otra mejilla y aguantar a los sin Dios, sin Patria y
sin conciencia, sin el menor atisbo de violencia. A Rita le harían un auto de fe los miles de pequeños
y grandes negocios que esperan esta celebración como agua de mayo, porque los
millones de españoles que se desplazan
en estos días ayudan a la distribución de la riqueza y no digamos de
los miles de extranjeros que aunque solo
sea por el singular espectáculo, único en el mundo, nos invaden en estos días
con sus cámaras fotográficas.
La Semana Santa española es un reclamo turístico donde cada
vez son menores el sentimiento y la devoción y mayores la pompa y boato, porque
del espectáculo ofrecido dependen los ingresos obtenidos, de los que la Iglesia no sale mal librada. Ya en
1980 se declararon Semana Santa de interés turístico internacional las de
Cuenca, Málaga, Sevilla y Valladolid y ya van por veinticinco las así
catalogadas. A estas hay que unir otras cuantas con título nacional y otras
muchas con título regional. La Semana Santa en España es un museo al aire libre
donde se puede contemplar la grandiosa riqueza de nuestra imaginería, la que se
libró de las guerras y la que ha sido creada con posterioridad.
Desde la sobriedad de la Semana Santa castellana hasta la
manifestación de luz y color de la andaluza y levantina, hay toda una variedad
de matices para deleite de los que, ajenos al fondo religioso de la
celebración, ven en la calle una manifestación de arte imposible de contemplar
en ningún otro lugar del mundo. Es como
una competición nacional en la que cada Cofradía muestra al pueblo el arte
intrínseco de sus imágenes y la creatividad de su puesta en escena, desde la
sencillez del hábito y el capirote hasta las ricas galas de legiones romanas y
múltiples bandas de cornetas y tambores, que junto con las dolidas saetas
añaden sentimiento y música a cada “paso”.
Desde los tiempos en que al paso de las procesiones cerraban
la puerta los bares –y los jóvenes nos quedábamos dentro- hasta estos nuevos
tiempos en los que se colocan a lo largo de la calle asientos y gradas para
verlas pasar y en las terrazas de los bares son pocos los que se levantan respetuosamente
al paso de las imágenes y muchos los que continúan la fiesta ajenos a todo lo
que no es propiamente suyo, han pasado muchos años, los sentimientos religiosos
se han debilitado y las nuevas generaciones permaneces ajenas en gran parte a
los que en su día fueron valores fundamentales para sus progenitores.
Quizás sea este el tributo que hay que pagar por mantener una
celebración que cada día va más en auge a pesar de los intentos de
desprestigiarla que desde algunos centros de poder y otras bandas de
energúmenos se han esforzado en conseguir. El recogimiento, la devoción y la
interpretación de cada momento como recreación de aquella semana que fue el
embrión de nuestra fe se está perdiendo en aras a otros valores menos profundos y
trascendentales que mueven a la sociedad moderna y España es algo así como aquel
templo de Jerusalén en el que es
imposible desalojar a los mercaderes.
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