sábado, 19 de marzo de 2016

CUANDO EL TELÉFONIO DEJA DE SONAR



Hace tres años escribí este artículo después de obervar como algunas personas de mi entorno asumían de diferente manera el hecho de la jubilación; liberación para unos, primera muerte para otros, satisfacción por haber llegado para casi todos. Hoy que me ha tocado a mi saltar esa barrera, intentaré aplicarme la mejor de  las situaciones que describo y voy a desterrar de mi vocabulario las palabras "pereza" y "depresión".


 
CUANDO EL TELÉFONO DEJA DE SONAR

Ocurre con demasiada frecuencia que no es fácil asumir ese momento en el que has dejado el trabajo o  el cargo. El paso de la actividad a la pasividad, del  ser profesionalmente alguien  a no ser nadie, de dejar de estar en la cima y descender a nivel del suelo, no es fácil, nada fácil. Hace falta un gran dominio de sí mismo y mucha  claridad de ideas para asumir que ayer se estaba y hoy ya no se está. Los cuatro casos que expongo a continuación son reales y sus desenlaces interesantes:

 Pepe era un ejecutivo de empresa;  viajaba, negociaba grandes operaciones y sobre todo vivía para el teléfono, su secretaria le filtraba las llamadas tanto interiores como de la calle y solo le pasaba las convenientes; por el móvil tenía a su jefe soplándole en la oreja continuamente  y hasta mientras tecleabas en su portátil seguía hablando; en el coche el manos libres echaba humo, en fin, era un hombre pegado a un teléfono.- Era servil, obsequiaba a sus jefes venidos de fuera con la compañía de señoritas de casa bien, amigas suyas y presumía de ser imprescindible; era un hombre que se sentía importante, feliz.

Juan  era un hombre hiperactivo, tenía un buen y variado currículum profesional. A lo largo de su vida laboral había estado arriba, abajo, en el  medio, sin que por ello se sintiera ni ensalzado ni humillado. Era un hombre práctico que creía en sí mismo y se sentía satisfecho, aunque no exento de  un alto nivel de autocrítica. Cumplía honestamente con sus obligaciones sin comprometerse excesivamente con nada ni con nadie. Nunca volvía a los lugares donde había trabajado pero conservaba las amistades. Compartía su trabajo con otras actividades donde su aportación era altamente valorada aunque no dejaba de ser una persona que generaba sentimientos encontrados. Consideraba todo pasajero, cuando tenía que dejar algo lo dejaba sin más. Le repugnaban las personas que pasan por la vida solo para nacer, crecer, reproducirse y morir, sin nada más que les distinga y les haga diferentes.



 Paco  era un político de provincias; después de muchos años de “chico para todo” había conseguido  un cargo que le permitía compartir coche oficial y chófer. Por su móvil sonaba constantemente la pregunta ¿qué hay de lo mío?, unas veces lo preguntaba él y otras veces lo contestaba. Era un hombre feliz que presumía constantemente de su carrera política y soñaba con llegar a ser  lo que fuera. El chófer disfrutaba grabando en su mente tantos y tantos secretos de despacho y de alcoba oídos en sus viajes, con la esperanza de escribir un día sus memorias o contarlo en “sálvame”.

Pedro era empleado de nivel medio de una Caja de Ahorros en una pequeña ciudad. En su departamento se pasaba frío en invierno y se achicharraban en verano aparte de trabajar a media luz, todo ello por ahorrar para la entidad y presumir ante sus superiores. Cuando su jefe de la planta cuarta le llamaba, subía desde la primera sin coger el ascensor e incluso llegaba antes que éste. Sus superiores le daban palmaditas en la espalda y él asediaba a sus inferiores poniéndose como modelo de profesional. Se sentía fundador de la Caja y copropietario de la misma. La entidad era cosa suya y de pocos más.

Estos cuatro hombres eran completamente diferentes pero tenían una cosa en común, que un día los cuatro se encontraron con que sus responsabilidades laborales y sociales habían terminado y ante ellos se abría un mundo de incertidumbre. Eran hombres todavía jóvenes que apenas habían pensado en que esto pudiera llegarles y cada uno lo asumió de diferente manera.

La empresa de Pepe  trasladó su producción a otra planta de un país asiático. Pepe lo sabía y pensaba que él era parte del traslado. Una mañana recibió una llamada de su jefe para decirle que la empresa había decidido que él no sería  trasladado y le ofreció una decente prejubilación. El día que recogió las cosas personales de su despacho y dejó el móvil a su ex secretaria lloraba desconsoladamente. Iba por la calle sin saber dónde;  de su mundo laboral no quedaba nada y muchos de sus antiguos compañeros o colaboradores  pasaban de largo para evitar el saludo. Pasaba el día entre recorrer caminos solitarios y cuidar las flores de su jardín. Miraba su móvil continuamente como  esperando algo. Casi nunca sonaba.

Juan  sabía que en su empresa pronto le iban a decir algo; algo de marcharse, claro. El día que se lo propusieron no tardó dos minutos en decir que sí. La otra alternativa era el traslado a una gran urbe. El mismo día que se fue de la empresa retomó una actividad que había dejado años antes por imposibilidad de atenderla. Buscó nuevas cosas, conoció nuevas gentes, hizo nuevas amistades. Un día se cansó de una sociedad cultural que él mismo había contribuido a crear y de la que era el socio número uno,  se le habían quedado viejos los socios y se marchó. En otra sociedad cultural que presidía hizo lo mismo, se cansó y dejó de hacerlo. Juan era un espíritu libre.

El partido de Paco perdió las elecciones y Paco se quedó sin cargo, sin coche oficial, sin chófer y sin teléfono móvil. Durante la campaña le habían prometido que él seguiría ocupando cargos de responsabilidad y se volcó en ella. Hizo lo mismo que hicieron con él, prometió cargos a otros a cambio de implicación en la campaña electoral. Vuelto a la cruda realidad, deambuló de despacho en despacho preguntando ¿qué hay de lo mío?, recurrió a todas las instancias del partido siempre con la misma pregunta ¿y de lo mío qué?; jamás obtuvo contestación y pasado poco tiempo dejó hasta de ser recibido. Paco enloqueció. Pasaba los días recorriendo las calles de su pequeña ciudad y cada vez que veía a alguien trajeado se acercaba a él y al oído le preguntaba ¿qué hay de lo mío?

Pedro salió de su Caja por la puerta grande. Le vendieron la prejubilación como el mejor reconocimiento de tantos años de sacrificio por la entidad, le condecoraron y le obsequiaron con una comida de despedida junto a otros compañeros. Pedro estaba que se salía. Pronunció un discurso donde vino a decir que los hombres como él nunca se marchan porque la entidad siempre los necesita. Pasados dos meses y hecha cotidiana la costumbre de acudir a su antiguo centro de trabajo a llamar por teléfono y  dar lecciones a los ex compañeros, notó como poco a poco le iban retirando la confianza, primero con suavidad, luego con cierta delicadeza y al final con la frialdad de un nuevo trepa convertido en jefe, que vino a decirle que a casita. Fue tal el golpe bajo que recibió que jamás se repuso. Se adueñó de él una depresión que le mantuvo encerrado en casa ajeno al mundo que le rodeaba. ¡Hacerme esto a mí, se decía!.


 
Eran cuatro personas que pasaron por la vida haciéndose notar, por méritos contraídos o por pura ostentación. Llegado el difícil momento de tener que desprenderse de cargos, responsabilidades, honores y vanidades, cada uno reaccionó de forma distinta.

 Cuando llega la hora y te cruzas en la calle con quienes tiempo atrás te obsequiaban con halagos y pamplinas y ahora vuelven la cabeza o pasan sin mirarte. Cuando aquella entidad que creías tuya te va cerrando las puertas hasta que te encuentras con que ya de los tuyos no queda  nadie y los que hay no te conocen. Cuando aquellos que te prometieron el oro y el moro pronto lo olvidaron y te hicieron sentirte traicionado. Cuando corres a saludar a aquel político, colega tuyo,  que todavía conserva el poder y te deja helado por su saludo frío y  breve. Cuando algunos de tus antiguos compañeros forman una peña de “ex” y no cuentan contigo. Cuando aquellos que fueron tus subordinados agachan la cabeza o se cambian de acera cuando se cruzan contigo. Cuando aquel móvil del que conseguirte quedarte con su número para tu uso privado ya no recibe llamadas ni mensajes, salvo de algún despistado que se confunde o alguien  a quién se paró el reloj mucho tiempo atrás. Cuando todo esto ocurre te sientes hundido, desolado, inútil, desahuciado, te ves como ese florero que en todos los sitios estorba.  Cuando esto llega piensas que ya no eres nadie y tiendes a  descuidarte, física e intelectualmente; caes en la inactividad, en la apatía, cada día que pasa te encierras más en ti mismo, te sientes solo a pesar de tener gente a tu alrededor. 

Pero ¡ojo!, no esperes milagros. No saldrás de ese estado de letargo a no ser que te apliques una medicina que suele dar muy buenos resultados. Si antes creías en ti y estabas orgulloso de ti, sigue estándolo; haz cosas nuevas, pon en marcha tu creatividad; haz aquello que siempre quisiste y nunca pudiste; olvídate de aquella oficina donde dejaste girones de tu vida; conserva los amigos que tenías pero busca nuevas amistades que vean la vida de otra forma y te enriquezcan; no caigas en la rutina de cada cosa a su hora, haz lo que quieras en el momento que te apetezca; redescubre aficiones que tenías abandonadas; retoma la novela que dejaste a medias e invierte tiempo en la lectura y el ejercicio físico; viaja, conoce otros mundos y otras gentes; huye de los clubs de jubilados, en la mayoría de ellos solo encontrarás miseria intelectual; no dejes que te utilicen como recadero o cuidador de los nietos pero tampoco dejes de disfrutar de ellos; ejercita a diario tu mente, lee y compara la información, infórmate,  crea tu propia opinión; asume que has entrado en una nueva vida, donde te tomas una cerveza con quien te apetece, no tienes servidumbres con nada ni con nadie, eres una persona libre, dueño de ti  y de tu tiempo; no te crees más obligaciones que aquellas con  las que disfrutes y cuando una actividad deje de entretenerte o divertirte, déjala.

En fin, tú verás querido lector. A mí la práctica de lo que te cuento me sienta muy bien, aunque a veces sienta “el mono” por algo. Nunca te dejes llevar por quienes piensan  que “cuando el teléfono deja de sonar, ya no eres nadie” porque es justamente lo contrario: “comienzas a ser tú mismo cuando el teléfono deja de sonar”.


No hay comentarios: