Hace tres años escribí este artículo después de obervar como algunas personas de mi entorno asumían de diferente manera el hecho de la jubilación; liberación para unos, primera muerte para otros, satisfacción por haber llegado para casi todos. Hoy que me ha tocado a mi saltar esa barrera, intentaré aplicarme la mejor de las situaciones que describo y voy a desterrar de mi vocabulario las palabras "pereza" y "depresión".
CUANDO EL TELÉFONO DEJA DE SONAR
Ocurre con demasiada frecuencia
que no es fácil asumir ese momento en el que has dejado el trabajo o el cargo. El paso de la actividad a la
pasividad, del ser profesionalmente
alguien a no ser nadie, de dejar de
estar en la cima y descender a nivel del suelo, no es fácil, nada fácil. Hace
falta un gran dominio de sí mismo y mucha
claridad de ideas para asumir que ayer se estaba y hoy ya no se está.
Los cuatro casos que expongo a continuación son reales y sus desenlaces
interesantes:
Pepe era un ejecutivo de empresa; viajaba, negociaba grandes operaciones y sobre
todo vivía para el teléfono, su secretaria le filtraba las llamadas tanto
interiores como de la calle y solo le pasaba las convenientes; por el móvil
tenía a su jefe soplándole en la oreja continuamente y hasta mientras tecleabas en su portátil
seguía hablando; en el coche el manos libres echaba humo, en fin, era un hombre
pegado a un teléfono.- Era servil, obsequiaba a sus jefes venidos de fuera con
la compañía de señoritas de casa bien, amigas suyas y presumía de ser imprescindible;
era un hombre que se sentía importante, feliz.
Juan era un hombre hiperactivo, tenía un buen y
variado currículum profesional. A lo largo de su vida laboral había estado
arriba, abajo, en el medio, sin que por
ello se sintiera ni ensalzado ni humillado. Era un hombre práctico que creía en
sí mismo y se sentía satisfecho, aunque no exento de un alto nivel de autocrítica. Cumplía
honestamente con sus obligaciones sin comprometerse excesivamente con nada ni
con nadie. Nunca volvía a los lugares donde había trabajado pero conservaba las
amistades. Compartía su trabajo con otras actividades donde su aportación era
altamente valorada aunque no dejaba de ser una persona que generaba
sentimientos encontrados. Consideraba todo pasajero, cuando tenía que dejar
algo lo dejaba sin más. Le repugnaban las personas que pasan por la vida solo
para nacer, crecer, reproducirse y morir, sin nada más que les distinga y les haga
diferentes.
Paco era un político de provincias; después de
muchos años de “chico para todo” había conseguido un cargo que le permitía compartir coche
oficial y chófer. Por su móvil sonaba constantemente la pregunta ¿qué hay de lo
mío?, unas veces lo preguntaba él y otras veces lo contestaba. Era un hombre
feliz que presumía constantemente de su carrera política y soñaba con llegar a
ser lo que fuera. El chófer disfrutaba
grabando en su mente tantos y tantos secretos de despacho y de alcoba oídos en
sus viajes, con la esperanza de escribir un día sus memorias o contarlo en “sálvame”.
Pedro era empleado de nivel medio
de una Caja de Ahorros en una pequeña ciudad. En su departamento se pasaba frío
en invierno y se achicharraban en verano aparte de trabajar a media luz, todo
ello por ahorrar para la entidad y presumir ante sus superiores. Cuando su jefe
de la planta cuarta le llamaba, subía desde la primera sin coger el ascensor e
incluso llegaba antes que éste. Sus superiores le daban palmaditas en la
espalda y él asediaba a sus inferiores poniéndose como modelo de profesional.
Se sentía fundador de la Caja y copropietario de la misma. La entidad era cosa
suya y de pocos más.
Estos cuatro hombres eran
completamente diferentes pero tenían una cosa en común, que un día los cuatro
se encontraron con que sus responsabilidades laborales y sociales habían
terminado y ante ellos se abría un mundo de incertidumbre. Eran hombres todavía
jóvenes que apenas habían pensado en que esto pudiera llegarles y cada uno lo
asumió de diferente manera.
La empresa de Pepe trasladó su producción a otra planta de un
país asiático. Pepe lo sabía y pensaba que él era parte del traslado. Una
mañana recibió una llamada de su jefe para decirle que la empresa había
decidido que él no sería trasladado y le
ofreció una decente prejubilación. El
día que recogió las cosas personales de su despacho y dejó el móvil a su ex
secretaria lloraba desconsoladamente. Iba por la calle sin saber dónde; de su mundo laboral no quedaba nada y muchos
de sus antiguos compañeros o colaboradores pasaban de largo para evitar el saludo. Pasaba
el día entre recorrer caminos solitarios y cuidar las flores de su jardín. Miraba
su móvil continuamente como esperando
algo. Casi nunca sonaba.
Juan sabía que en su empresa pronto le iban a
decir algo; algo de marcharse, claro. El día que se lo propusieron no tardó dos
minutos en decir que sí. La otra alternativa era el traslado a una gran urbe.
El mismo día que se fue de la empresa retomó una actividad que había dejado
años antes por imposibilidad de atenderla. Buscó nuevas cosas, conoció nuevas
gentes, hizo nuevas amistades. Un día se cansó de una sociedad cultural que él
mismo había contribuido a crear y de la que era el socio número uno, se le habían quedado viejos los socios y se
marchó. En otra sociedad cultural que presidía hizo lo mismo, se cansó y dejó
de hacerlo. Juan era un espíritu libre.
El partido de Paco perdió las
elecciones y Paco se quedó sin cargo, sin coche oficial, sin chófer y sin
teléfono móvil. Durante la campaña le habían prometido que él seguiría ocupando
cargos de responsabilidad y se volcó en ella. Hizo lo mismo que hicieron con
él, prometió cargos a otros a cambio de implicación en la campaña electoral.
Vuelto a la cruda realidad, deambuló de despacho en despacho preguntando ¿qué
hay de lo mío?, recurrió a todas las instancias del partido siempre con la
misma pregunta ¿y de lo mío qué?; jamás obtuvo contestación y pasado poco
tiempo dejó hasta de ser recibido. Paco enloqueció. Pasaba los días recorriendo
las calles de su pequeña ciudad y cada vez que veía a alguien trajeado se
acercaba a él y al oído le preguntaba ¿qué hay de lo mío?
Pedro salió de su Caja por la puerta
grande. Le vendieron la prejubilación como el mejor reconocimiento de tantos
años de sacrificio por la entidad, le condecoraron y le obsequiaron con una
comida de despedida junto a otros compañeros. Pedro estaba que se salía.
Pronunció un discurso donde vino a decir que los hombres como él nunca se
marchan porque la entidad siempre los necesita. Pasados dos meses y hecha
cotidiana la costumbre de acudir a su antiguo centro de trabajo a llamar por
teléfono y dar lecciones a los ex compañeros,
notó como poco a poco le iban retirando la confianza, primero con suavidad,
luego con cierta delicadeza y al final con la frialdad de un nuevo trepa
convertido en jefe, que vino a decirle que a casita. Fue tal el golpe bajo que
recibió que jamás se repuso. Se adueñó de él una depresión que le mantuvo
encerrado en casa ajeno al mundo que le rodeaba. ¡Hacerme esto a mí, se decía!.
Eran cuatro personas que pasaron
por la vida haciéndose notar, por méritos contraídos o por pura ostentación.
Llegado el difícil momento de tener que desprenderse de cargos,
responsabilidades, honores y vanidades, cada uno reaccionó de forma distinta.
Cuando llega la hora y te cruzas en la calle
con quienes tiempo atrás te obsequiaban con halagos y pamplinas y ahora vuelven
la cabeza o pasan sin mirarte. Cuando aquella entidad que creías tuya te va
cerrando las puertas hasta que te encuentras con que ya de los tuyos no queda nadie y los que hay no te conocen. Cuando
aquellos que te prometieron el oro y el moro pronto lo olvidaron y te hicieron
sentirte traicionado. Cuando corres a saludar a aquel político, colega
tuyo, que todavía conserva el poder y te
deja helado por su saludo frío y breve.
Cuando algunos de tus antiguos compañeros forman una peña de “ex” y no cuentan
contigo. Cuando aquellos que fueron tus subordinados agachan la cabeza o se
cambian de acera cuando se cruzan contigo. Cuando aquel móvil del que
conseguirte quedarte con su número para tu uso privado ya no recibe llamadas ni
mensajes, salvo de algún despistado que se confunde o alguien a quién se paró el reloj mucho tiempo atrás.
Cuando todo esto ocurre te sientes hundido, desolado, inútil, desahuciado, te
ves como ese florero que en todos los sitios estorba. Cuando esto llega piensas que ya no eres
nadie y tiendes a descuidarte, física e
intelectualmente; caes en la inactividad, en la apatía, cada día que pasa te
encierras más en ti mismo, te sientes solo a pesar de tener gente a tu
alrededor.
Pero ¡ojo!, no esperes milagros. No
saldrás de ese estado de letargo a no ser que te apliques una medicina que
suele dar muy buenos resultados. Si antes creías en ti y estabas orgulloso de
ti, sigue estándolo; haz cosas nuevas, pon en marcha tu creatividad; haz
aquello que siempre quisiste y nunca pudiste; olvídate de aquella oficina donde
dejaste girones de tu vida; conserva los amigos que tenías pero busca nuevas
amistades que vean la vida de otra forma y te enriquezcan; no caigas en la
rutina de cada cosa a su hora, haz lo que quieras en el momento que te
apetezca; redescubre aficiones que tenías abandonadas; retoma la novela que
dejaste a medias e invierte tiempo en la lectura y el ejercicio físico; viaja,
conoce otros mundos y otras gentes; huye de los clubs de jubilados, en la mayoría
de ellos solo encontrarás miseria intelectual; no dejes que te utilicen como
recadero o cuidador de los nietos pero tampoco dejes de disfrutar de ellos;
ejercita a diario tu mente, lee y compara la información, infórmate, crea tu propia opinión; asume que has entrado
en una nueva vida, donde te tomas una cerveza con quien te apetece, no tienes
servidumbres con nada ni con nadie, eres una persona libre, dueño de ti y de tu tiempo; no te crees más obligaciones
que aquellas con las que disfrutes y cuando
una actividad deje de entretenerte o divertirte, déjala.
En fin, tú verás querido lector.
A mí la práctica de lo que te cuento me sienta muy bien, aunque a veces sienta
“el mono” por algo. Nunca te dejes llevar por quienes piensan que “cuando el teléfono deja de sonar, ya no
eres nadie” porque es justamente lo contrario: “comienzas a ser tú mismo cuando
el teléfono deja de sonar”.
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